2.12.2006

Amor de Cañaveralejo

Todo fue una gran faena; una lucha a muerte. Un enfrentamiento entre toro y torero, una lucha donde yo buscada demostrar mi bravura, y vos, tu valor. En ella yo embestía, mientras vos lidiabas. Cada tercio fue perfectamente realizado, en cada pase yo moría un poco y vos alcanzabas la anhelada gloria. Los primeros lances fueron ejecutados con suavidad, con inigualable elegancia. Hermosas verónicas llevadas al compás. Era una danza donde apenas nos conocíamos; un baile de presentación, de exhibición, si hacernos daño el uno al otro.

Pero al llegar tu indiferencia, fue como el tercio de varas. No importaba que yo arremetiera con fuerza y bravura, siempre recibía duros puyazos, bien puestos en su sitio, en lo más alto del morro. Puyazos de picador que despertaban mi furia, mermaban mis fuerzas y me hacían bajar la cabeza para humillar el engaño. El enterarme de tu antigua traición fueron tres pares de banderillas, magistralmente ubicadas y bien martilladas, a las que yo, toro bravo, respondía sin dolerme y persiguiendo hasta las tablas.

La muleta fue de dioses, como nunca realizó ni el mismo Manolete. Brindis a él. Te plantás en el centro del ruedo; citás de lejos; bajás la mano, haciéndome humillar; me trago el engaño; me llevás lentamente, a tu ritmo. Derecha, un, dos, tres lances, forzado de pecho y torero desplante. El público celebra tu suavidad, tu elegancia, tu temple. Unos pocos celebran mi casta y nobleza. La batalla continúa. Tomás el engaño con la mano izquierda, cargás la suerte y citás; qué naturales. La músicas suena, la gente aplaude a ritmo de pasodoble. Vos empezás a saborear las mieles del triunfo, mientras yo vivo la agonía de la muerte.

La lidia ha sido esplendida, solo resta la suerte suprema; cerrar con broche de oro tu labor. Aguantás el momento justo. Sin importar nada te lanzás, decidida a triunfar, sobre mi sorprendido ser. Me partís en dos con una estocada fulminante; una muerte a volapié magistralmente ejecutada. El estoque entró frío y certero, directo al corazón. Solo me quedaban las fuerzas necesarias para, herido de muerte y en mi orgullo de toro bravo, embestir una última vez, quisiendo que fuera él y no vos la que se atravesaba en mi camino; revolcarlo en la arena para recordarle que mi fiereza no cede hasta el puntillazo final y que son los toros agonizantes los que matan a los más grandes toreros.

Pero mis fuerzas no dan más. Me entrego a la muerte; a las mulas que me llevan al destazadero. El arrastre es lento, con vuelta al ruedo porque pequeños defectos me negaron el indulto; me negaron tu perdón. Recibís dos orejas como prueba de valentía. Aparentemente fue tu suavidad, tu delicadeza, tu arte lo que te llevo al triunfo, a ganar esta batalla por la vida, pero en el fondo sabés que todo me lo debés a mí, a este noble animal; que es despedazado en el destazadero, mientras que vos salís a celebrar tu triunfo al Pacífico Royal.

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